jueves, 4 de septiembre de 2008

Delivery materno


Como todas las cosas buenas, ir a comer a lo de mamá tiene su precio. Es como un restaurante de primer nivel: La comida es grandiosa, el servicio es excelente, el ambiente espectacular, y el incoveniente llega a la hora de retirarse.
En este caso, nada tiene que ver con el dinero, pero sí cuesta pasar por la puerta lo mas campante.
Aquí empieza una puja por el lugar donde la comida que sobró va a pasar la noche. Como si fuera un hijo indeseable, madre e hijo comienzan con el "tomala vos, dámela a mí".
Cada vez que termino de cenar con los viejos, pienso que voy a saludar con un beso y un abrazo y que me voy a ir a casa rápidamente a dormir. Siempre me equivoco. Son horas de estar esperando que mamá con su buena voluntad, termine de preparar el paquete.

Mamá: Die ¿No te querés llevar un poco de pollo?

Diego: No, ma. Gracias. Fui al supermercado ayer. Tengo de todo.

Mamá: Llevate un par de piezas y no tenés que comprar mañana en el trabajo.

Diego: Mmm... no, te agradezco... la verdad que prefiero comer con los chicos.

Mamá: Y llevate y te lo guardás en el freezer.

Diego: Lo tengo lleno el freezer. No puedo meter más nada.

Mamá: A ver... ¿qué tenés en el freezer?.

Diego: Qué se yo, ma... patys, salchichas, patitas...

Mamá: Eso no es comida. Llevate pollo y comés sano.


Con el objetivo de terminar de una vez por todas con la discusión, decido darle el ok. Pero sé perfectamente que la lucha no termina ahí.

Mamá: Bueno, esperame que te busco un tupper, porque todos los que tenía se los llevaron vos y tu hermana. En realidad, también le llevé comida a la abuela y algunos quedaron en el negocio...


Mamá sigue hablando. Y mientras demora. Ya pasaron como diez minutos y sigue poniendo cosas adentro de la bolsita: Servilletas, pan, unos cubiertos descartables, unos sobrecitos de aderezos afanados de un McDonalds...

Mamá: ... tenía uno de tapa amarilla que ustedes se llevaban a la colonia, que venía en un juego con unos vasos altos...

Diego: Ma. Me tengo que ir... Mañana me levanto muy temprano.

Mamá: Ya, ya... ya está. Son dos minutos. ¿Te pongo arrollado también?


Acá vamos de vuelta.

Diego: No, con esto está bien.

Mamá: Llevate... ¿qué voy a hacer yo con todo esto? Papá no come y yo estoy a dieta.

Diego: Es que tengo un montón de comida, de verdad.

Mamá: Llevate un pedacito... la mitad.

Diego: No, ma... se me va a terminar pudriendo tanta comida.

Mamá: Si la ponés en el freezer te dura un montón.

Diego: Te digo que no tengo lugar en el freezer.

Mamá: Bueno, te la llevás mañana al trabajo.

Diego: Mañana llevo pollo, ma. ¿Te acordás?

Mamá: Y comé pollo con arrollado. Igual que hoy.

Diego: No, ma. De verdad.

Mamá: Este pedacito. Mirá. No es nada.

Antes de que pueda responder, ya lo está poniendo en un paquete. Una bandejita de cartón, envuelto con film. Va hasta el cuarto, vuelve con un par de caramelos que ubica prolijamente al costado del arrollado, pero por afuera del film, para que no tomen olor.

Mamá: Ahí está. ¿Viste que no era tanto?

Diego: Van veinte minutos desde que dije "Me voy".

Mamá: No exageres. ¿No querés que te ponga una fruta de postre?

Todavía no entiendo como no la cotrataron del servicio de inteligencia japonés o israelí para que aplique sus métodos de persuasión. Probablemente, después de esta última oferta, consiga tenerme parado unos diez minutos más.
No hay nada que me reviente más que perder media hora de un día de semana a la noche, viendo cómo empaqueta la comida que le pedí por favor que no me diera.
En cualquier caso, cuando camino las tres cuadras hasta la parada, pienso en que de alguna forma también disfruto de ese momento. Porque ella y yo sabemos que en el fondo, lo único que queremos ganar en esa discusión, es un momento más entre madre e hijo.

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