martes, 11 de enero de 2011

El rompebodas


La palabra de mamá es sagrada. No importa cuánta terapia me falte para darme por enterado. No influyen las advertencias de mi psicóloga, de que cuanto más le oculte, más importancia le doy.
Mamá es el ojo crítico, es Alpha y Omega. La religión y los tres poderes. Aunque me canse de decir que no me inmuta ni me desacomoda. Es ahí cuando me encuentro rindiéndole cuentas de algo que no debería, y me arrepiento antes de terminar de hablar.
Antes de dedicarme a la publicidad, laburaba en la oficina de papá. El trabajo era sencillo y hasta podría haber sido disfrutable. Pero para mí, era la representación de la imposibilidad de trabajar en algo que me gustara.
La idea de repetir el camino de mis viejos me frustraba de tal manera, que los momentos de felicidad durante el trabajo, eran cuando tenía que salir de la oficina.
Era entonces, cuando buscaba a tientas los auriculares en el bolsillo, mientras papá me daba las carpetas para llevarle al contador.
Ponía un disco de Bowie, o de Los Beatles, o de Perales, daba igual, y caminaba al subte.
Una tarde, llegué a la oficina del contador y me atendió la hija, una chica de aproximación a mi edad. Morocha, ojos verdes, muy cálida en el trato.
Me acompañó a sacar fotocopias y hablamos un rato sobre nuestros intereses que tenían tanto en común.
Le sonreí y me despedí.
Fue la primera vez en los tres o cuatro años que llevaba en pareja, en que hubiera invitado a salir a otra mujer. Cosas que pasan como el tiempo, irrevocable, que también avanza.
Unos años después, mi relación de pareja había terminado, pero yo seguía en el mismo sitio: trabajando con papá.
Una tarde, llegué a la oficina y ví que llamó la hija del contador y dejó su teléfono para que le enviaran unos papeles.
Lo anoté en mi viejo Kyocera, que en aquel momento se encontraba flamante.
Los tipos inseguros somos así: Nos proveemos de miles de situaciones potenciales que no estamos dispuestos a enfrentar. Fantaseamos peleas en transporte público, sin que nuestro target se entere siquiera que lo miramos. Compilamos teléfonos de chicas que nunca vamos a llamar, organizamos vidas enteras con mujeres que no nos dan pelota.
El inseguro debe escapar a la confrontación del conflicto a como dé lugar. Por eso teje una telaraña engañosa. Una trampa en la que él mismo cae, creyendo que es un calculado plan para resolver en persona.
Decidí que el número de teléfono no era suficiente. Necesitaba información, ganar tiempo. Tenía que conseguir una desconfirmación.
Y acá vuelvo al principio de todo esto.
Voy a pedirle información a la única persona a la que no debería decirle una palabra sobre todo esto.
A ella, sí.

Mamá: ¿Te gusta?
Diego: Yo no dije eso.
Mamá: No, claro…
Diego: En serio.
Mamá: Y por qué querés saber.
Diego: No sé, estudia teatro. Me dio curiosidad.
Mamá: ¿Querés volver a teatro?
Diego: No sé, tal vez sí. ¿Por qué tanta pregunta?
Mamá: Lo mismo me pregunto yo.
Diego: Me enferma cuando hacés esto. Después preguntás por qué no te enterás de nada.
Mamá: ¿De qué tendría que enterarme?
Diego: Ok, mamá. Ganaste. Me gusta la hija del contador.
Mamá: Mazel Tov.

No prosperó, igual que con otros cientos de teléfonos que todavía guardo en mi celular, sólo para creer que los puedo marcar cuando quiera.
Más tarde me enteré, no sin cierto dolor, que estaba en pareja con un tipo que se dedicaba a lo mismo que yo.
Pasó el tiempo, y me olvidé por completo de su existencia, hasta que un día fuimos a comer con la familia a un restaurant.
La lista de buena fe: papá, mamá, mi hermana, mi cuñado, mi sobrinita de escasos años, yo, y los padres de mi cuñado, que son lo más parecido a los Ochmonek de ALF.
Mamá se sentaba enfrente mío, a gran distancia, separados por la totalidad del diámetro de una mesa redonda. Su mirada alternaba entre papá y yo. Sentí un escalofrío y me dí cuenta que estaba por tirar alguna bomba.
Aprovechó un silencio de los suegros de mi hermana que no paraban de hablar, más que para hincar el diente.

Mamá: Die…

Papá la miró con severidad, mamá respondió con un vistazo fulminante.

Mamá: ¿Te acordás de la hija del contador?

Por poco me hace escupir el filet con el puré encima y todo. Miré a los padres de mi cuñado, que seguían morfando, igual mentí.

Diego: No, no… no sé de quién me hablás.
Mamá: La chica del estudio, la que te gustaba.


Ahora sí, los dos gerontes largaron los tenedores y me miraron con atención.

Diego: Ah, si, si… Julia.
Mamá: ¡Muy bien! Mirá cómo te acordás…
Diego: Si… si… me acuerdo ¿Qué pasa?
Mamá: Se va a casar.
Diego: Mazel tov.



Los suegros de mi hermana abrieron los ojos como dos lechuzas. Creo que a ella le caía un poco de cuscús desde el labio inferior, desprolijamente pintado de carmín radiactivo. En el otro flanco de la mesa, la cara de papá era impagable: tenía más vergüenza que yo.

Papá: ¿Qué hablamos?
Mamá: Dejame que le pregunte…


Me volvió a mirar.

Mamá: Bueno. La cuestión es que se va a casar. Pero parece que no se llevan bien con el novio.

Yo entendía lo que pretendía. Me hice el boludo.

Diego: Qué cagada ¿no?
Mamá: Sí, pobre…
Diego: ¿Y para qué se casa?
Mamá: Y… presión supongo. Vos sabés cómo es para las mujeres.
Diego: No, no sé. ¿Cómo es?
Mamá: Y… es distinto. Quieren casarse, sienten que invirtieron tiempo, no quieren empezar de nuevo.
Diego: Ah, entonces es bastante boluda.
Mamá: No, pobre… Bueno, la cuestión es que yo hablé de vos con la hermana del contador.
Diego: ¿Vos qué?
Mamá: Claro, hablé, para contarle que a vos te gustaba…
Diego: Me estás jodiendo…
Mamá: ¡Bueno, che! ¿mirá si les hacíamos gancho?
Diego: ¿Gancho? Ay, mamá…


Se me caía la cara de vergüenza. Tener esta conversación delante de toda la familia, de los Ochmonek, indirectamente también delante del contador. La situación era Kosovo, Chernobyll, Hiroshima.

Mamá: La cuestión es que se nos ocurrió que la llamaras.
Diego: ¿Qué?
Mamá: Que la invites a salir.
Diego: ¿Lo qué?
Mamá: Por ahí es bueno para los dos.
Diego: …Estás completamente loca.
Mamá: No me parece, tan loco.
Diego: Dejemos esto acá, por favor.
Mamá: ¿No va entonces?
Diego: No.
Mamá: Bueno, pensalo.
Diego: Ni en pedo.

Entiendo que la intención era conseguirse una nuera judía, pero jamás pude comprender cómo podía caberle en la cabeza, la posibilidad de que yo fuera a interrumpir el matrimonio de una mujer que vi sólo una vez en mi vida. Exceso de telenovelas.
Tampoco concebí que contara todo lo que yo le había confiado muy a pesar de mi razón, pero ni lo discutí.
Aún así, sigo sintiendo todo este asunto, como una confirmación de nuestra relación. Como una repetición natural de nuestras costumbres, que tan tangible hacen a nuestra cultura.
Porque los hijos estamos para ponernos reglas y para romperlas. Pero las madres sólo existen para deambular por ellas, ignorándolas como si fueran una pared de yeso.