jueves, 5 de marzo de 2009

Madre que ladra...


Las matemáticas son simples: Si la casa es justa para cuatro, es grande para dos.
Por eso, mamá y papá compraron un perro, para afrontar el síndome del nido vacío. Aunque Woody apareció unos meses después de que me aventuré en mi independencia, el tema venía de mucho antes. Creo que desde que tengo memoria.
Todo chico quiere tener un perro, y yo no era la excepción. Ahora, en mi madurez me pregunto para qué quería uno, si en realidad les tenía pánico.
La excusa de mis padres para no comprarlo, era que tener un perro era mucha responsabilidad, pero ahora comprendo que el duelo de Pedrito, nuestro último canario, fue una herida que nunca supimos cerrar. No compramos un perro, para no verlo morir después.
Durante muchos años no se habló del tema, hasta un par de años después de que mi hermana se fuera de casa. Consiguió un novio que tenía un pekinés y se encargó de desperdigar odiosas costumbres por las casas de sus familiares, incluido yo, inclidos mis padres. Les mostró cómo el animal te daba besos en la boca y se subía a la mesa, y le daba de comer de su propio plato cuando el can se acercaba a pedir.
Creo que ahí fue cuando mamá empezó a urdir su maléfico plan, para no quedarse sola con papá en la casa. Para esta altura, yo ya había aprendido todo lo que me habían querido enseñar: al perro hay que sacarlo a pasear en horarios indeseables, hay que jugarle todo el tiempo aunque estés haciendo otra cosa, hay que bancarse las cagadas, las meadas, los ronquidos, los ladridos, los parásitos y los besos de lengua.
Una noche apareció mamá, tras la puerta de mi dormitorio.

Mamá: ¿Die? ¿Dormís?

Diego: Ya no.

Mamá: Che, qué divino el perro de Darío ¿Viste cómo le ladra a los cartoneros?

Diego: Si, es un perro nazi.

Mamá: No seas malo, es divino. A vos te encantan los perros.

Diego: Si, me gustan ¿Y eso qué?

Mamá: ¿No querés que compremos un perro?

Diego: ¿Qué? ¿Estás loca?

Mamá: ¿Por qué? Vos siempre quisiste un perro.

Diego: Cuando tenía cinco años. Gracias por no comprármelo.

Mamá: ¿Me lo vas a recriminar justo ahora que lo quiero comprar?

Diego: No, no fue irónico. Gracias de verdad, son un dolor de huevos.

Mamá: Ay, por favor, después te encariñás. Bueno, y si vos no lo querés, lo compro para mí.

Diego: Entonces lo vas a sacar a pasear vos…

Mamá: ¿Yo? Pero vos vas a jugar con el perro…

Diego: Por eso. Prefiero perderme los beneficios y las obligaciones.

Mamá: Ok, ok… yo lo saco.

Diego: Bien, entonces compralo. Pero esto te lo aviso ahora: nada de venir a la una de la mañana a decirme “Ay, Die… estoy muerta… ¿no me sacás al perro solo por hoy?

Mamá: Bueno, che… alguna vez… de favor.

Diego: Ma, te lo estoy avisando desde ahora.

Mamá: Listo, entonces no lo compro
.


La decisión se mantuvo poco tiempo. Hasta unos meses después de que me mudara.
Un domingo suena el timbre de mi nueva casa. Era mamá con un bolso que contenía una bola de pelos, de no más de quince centímetros.
Era un pekinés enano. De todas las razas y las cruzas caninas que existen, eligió una de las pocas que no se dejan querer por su aspecto. Mi afición cinéfila hizo que le propusiera el nombre Woody, en honor al director de cine judío, ultrapsicoanalizado, obsesivo, culpógeno, histérico y amante de nueva york. Sin darme cuenta, estaba dotando al perro de muchos de mis atributos; lo que suena lógico cuando se entiende que estaba por ocupar mi lugar.
Por suerte yo ya estaba fuera de casa. Mamá no podía pedirme favores, con respecto al perro. Estaba fuera de mi jurisdicción. Yo, argentino.
Hasta que se fueron de vacaciones.

Mamá: Die… Nos estamos yendo de vacaciones y queríamos pedirte un favor.

Diego: Si, decime.

Mamá: Necesitamos que nos cuides a Woody una semana.

Diego: Pero mamá… un perro en casa… es muy chica. ¿Por qué no se lo llevás a Lorena, que le gusta tener perro?

Mamá: Si, les toca una semana a cada uno. No es mucho lo que te pedimos. Un favor de vez en cuando no te va a matar.


Omití el detalle de que cada vez que me piden un favor, me repiten lo mismo y acepté.

Esa semana fue lo más parecido al tren fantasma. El perro inundó mi casa de un olor repugnante, llenó de pelos cada rincón del departamento, y lo peor de todo, no me dejó dormir más de dos horas en continuado. Cada minúsculo sonido que provenía del pasillo, desataba una cadena de ladridos interminable. Decidí dejarlo entrar a mi habitación, pero el perro roncaba como una lavadora descompuesta.
Con las ojeras de un oso panda, llevé al animal a la casa de mi hermana, al cabo de los siete días asignados.
Un año después me volvió a pedir que lo cuidara.

Mamá: Y qué le vas a hacer… es un favor al año que te pedimos.

Diego: Mamá, el favor que me pedís es que no duerma en una semana.

Mamá: No, esta vez son quince dias. Tu hermana no quiere tenerlo mas.

Diego: Eh, pero ¿cómo? Ella, yo…

Mamá: Mirá, Diego. Ella no puede elegir. Ya tiene un perro y cuando se juntan se ponen celosos, le destrozan la casa.


“¡Qué hija de puta!” Pensé. “Qué bien me la hizo la turra”.

Otros quince días viviendo en una película de Carpenter. El perro se tomaba treinta minutos por reloj a la mañana y a la noche para pasear cuatro cuadras. El cretino se paraba a olisquear cada minúsculo charco de agua en la puta manzana. Se subía a la mesa a lamer los platos en los que yo tenía que comer al día siguiente.
La última conversación sobre el tema, tuvo lugar el verano pasado.

Mamá: Die. Queremos preguntarte algo. Pero que nos contestes con sinceridad.

Diego: A ver.

Mamá: Estamos pensando en dejar a Woody en una guardería para perros en estas vacaciones.

Diego: Eureka.

Mamá: Pero primero queremos saber si vos querés quedártelo. Si no, lo llevamos. No queremos joderte.

Diego: No, no quiero. Si tengo que hacerles el favor, me lo quedo.

Mamá: ¿Pero querés?

Diego: No, te lo acabo de decir. No quiero a ese engendro del demonio en mi casa. Lo haría como favor únicamente.
Mamá: ¿Entonces lo harías?

Diego: Como favor, sí.

Mamá: ¿Viste Jorge? Te dije que iba a querer quedárselo él.

Diego: No, mamá. Te dije que no quiero. Quiero al gremlin lejos de mi vista.

Mamá: ¿Entonces en qué quedamos?

Diego: Quedamos que lo llevás a una guardería.


Empecé a entender se puede lograr que el otro haga lo que queramos, pero jamás vamos a convencerlo de que quiera hacerlo si no lo desea. Por mucho que nos aprecie.
No es falta de cariño, no es displicencia. Es que la escala de costos de los favores son distintos para cada cual. Y que aunque mamá tenga su especial método intimidatorio para pedir, no significa otra cosa que el reclamo de un poco de afecto.
Madre que ladra, no muerde.

lunes, 16 de febrero de 2009

La Gran Mamá

En su libro “1984”, George Orwell predijo para el futuro de aquel momento, la existencia de un organismo controlador omnipresente, denominado Big Brother. En la novela, el Gran Hermano seguía de cerca todo lo que la gente decía y hablaba, además de encargarse de dictaminar reglas, basándose en la ideología política de la casa.
Representaba la autoridad y ejercía todo tipo de poder político.
Todo hijo de judíos que lea la obra, no puede dejar de sentirse de alguna manera identificado. Su propio entorno familiar está regido por una autoridad semejante.
La madre ejerce los tres poderes: dicta las leyes, las hace cumplir, e imparte justicia.
Y también es el escrutador.
Mamá lo sabe todo. Es el ojo que observa al Gran Hermano.
No es que tenga la intención explícita de vigilarnos. Tiene una fuerza perceptiva que la supera, sobre todo con lo que le importa demasiado.
Cuando yo era bastante más joven que ahora, creía que mi secreto mejor guardado era mi primera novia, con quien por esos días daba mis primeros pasos.

Diego: No le digas a mamá una sola palabra de esto. Me lo prometiste.

Lorena: No te preocupes, mamá ya lo sabe.

Diego: ¿Cómo?

Lorena: Sí, me lo dijo antes que vos.

Diego: Pero… ¿cómo?...

Lorena: Dice que te vio lavándote los dientes antes de salir.

Diego: Pero yo siempre…

Lorena: No sé, Diego. No sé cómo lo hace. Ya te vas a acostumbrar.


Era todo cierto. Yo me lavaba los dientes en horarios inhabituales, tenía novia y mamá se daba cuenta.
La había visto en el espejo cuando pasó por atrás, pero nunca pensé que pudiera estar analizándome, investigándome.
Ahí me encontré por primera vez con la policía filial.
Mamá es Elliot Ness. Es implacable, incorruptible, insoportable.
Los hampones de la privacidad, esperamos que se retire. Y los más religiosos dicen que el mesías va a llegar con los formularios de jubilación del ANSES en la mano; para dárselos y que reine la paz.
Por más recaudos que yo tome, todavía es imposible evitarla.
La otra situación fue hace algunos meses, cuando se casaba mi primo.
Disfruto de las bodas. Se come y se toma bien, las mujeres van bien vestidas, hay amplia predisposición para la joda y lo mejor de todo: Las solteras se sensibilizan por no estar casadas y buscan refugio en cualquier traje.
Puede resultar muy provechoso ir a un casamiento, siempre y cuando no vayas con mamá.
Ahí todo se convierte en la constante paranoia por no dejar rastros de levante.
La despedida de soltero había sido mixta y Martín tenía reservada para mí, una amiga de su hermana. Me lo dijo explícitamente.
Cuando llego al salón, me rencuentro con los primos a los que tanto quiero y que tan poco veo. El clima empieza a ponerse realmente festivo.
Hacemos una fila y la señorita da las mesas nos recibe, de a uno por vez.

Pasa mi hermana.

Señorita de la entrada: Mesa cuatro.

Pasa mi cuñado.

Señorita de la entrada: Mesa cuatro.

Pasa mi primo.

Señorita de la entrada: Mesa cuatro.

Ahora la novia de mi primo.

Señorita de la entrada: Mesa cuatro.


Mi otro primo con su mujer.

Señorita de la entrada: Mesa cuatro.


Ahora me toca a mí. Y cuando estoy preparado para escuchar “Mesa cuatro”, oigo la voz de la recepcionista.

Señorita de la entrada: Mesa nueve.

Diego: Eh… no, no. Yo soy de la cuatro.

Señorita de la entrada: No señor. Acá dice claramente que su mesa es la nueve.

Diego: No claro… lo que te estoy explicando es que esa lista está equivocada. Los que pasaron recién son mi cuñado, mi hermana, mis primos... Estamos todos en la cuatro.

Señorita de la entrada: A ver, deme un segundo que lo consulto.


Estoy seguro de que el malentendido se aclara en pocos minutos. Mientras recorro los ribetes de las columnas en el hall para no calentarme al pedo, espero el regreso de la recepcionista. Ahí la veo volver.

Señorita de la entrada: Está confirmado señor. Su mesa es la nueve.

Diego: Muy bien. Me voy a sentar e la nueve. Pero ya vas a ver cuando se enteren los novios.


Al entrar, lo confirmo con mi primo. La mesa está correcta. Me sentó con un rejunte de solteras y gente que le costaba embocar en cualquier otro grupo. Entre ellas, la chica que Martín había elegido para mí.
El silencio se apodera de la mesa de desconocidos, mientras que en la cuatro vuelan los panes y las risas.
Decido intentar aprovechar la oportunidad que el “inteligente” de mi primo intenta generar a la fuerza. Todavía no estoy seguro de si me gusta o no, pero sé que está soltera. Empiezo a remar como si la corriente me arrastrara al iceberg.
De todas formas, sé que tengo que ser un ninja. Tengo que hacerlo de manera silenciosa, esquivando la mirada atenta de mi madre.
Me ocupo de sacar a bailar a TODAS las mujeres del salón, para despistarla. A muchas ya las había conocido en la despedida y a otras las encaro en el momento. No dejo a ninguna sin revolear, incluídas las tías gordas de dientes pintados de rouge.
Bailo con todas, termino exhausto. El sacrificio necesario para un objetivo insignificante.
Sobre el final de la fiesta me cruzo con mi viejo. Los dos vestidos con sendos gorros de colores, en el medio de un “siguruchá” en el carnaval carioca.

Papá: Che, Die. Tu mamá te vio bailar con una chica y ya te está casando.


Pregunté, aunque sabía la respuesta.

Diego: ¿Qué? ¿Con cual? Bailé con todas.

Papá: Mamá solo te vio con esa.


Hubiera jurado que mi trabajo fue impecable. Antes de encontrarme con papá. Antes de ver que su dedo apuntaba a la chica que me habían impuesto como objetivo.

viernes, 16 de enero de 2009

La historia que nunca fue


Como si quisieran lastimarlos de antemano, la luz que se cuela entre las rendijas de la persiana, dibuja perfectas diagonales sobre la cara de terror de los ocupantes agazapados. Hace largo rato que los camiones se encuentran estacionados a la salida del bunker, pero aun los borceguíes se oyen de lejos. La consigna es no emitir ningún sonido; igual que desde comenzó la ocupación. Las manos de Mishka ejercen una presión innecesaria sobre las bocas de sus dos pequeños. Aunque quisiesen hablar, les sería imposible: están mudos por el pánico. La mujer ve una antigua abertura en los tablones traseros, probablemente originada por el tripulante desatento de una carretilla. Mishka trata de sacar a los infantes por ese agujero, pero ve, de repente, el resplandor causado por los faros delanteros de otro vehículo de la SS. Por el frente, en la puerta de entrada, se escuchan más fuerte las pisadas de los oficiales. A cada paso, pareciera que temblara el recinto, pero los que tiemblan son los escondidos.
Ya no hay salida. De tan apretados, ya no hay lugar para la esperanza entre los tres prófugos. Atrás quedó el anhelo de libertad, convertido ahora en uno de supervivencia.
Ya no hay escapatoria y Mishka está definiéndose entre dejarse atrapar o asfixiar a sus hijos y entregarse a las armas, para salvar la dignidad. De todas formas, será una muerte menos digna, perecer en las duchas como tantos otros.
Se oye una orden lejana en alemán, desde la dirección de la entrada y las botas militares vuelven a tomar distancia, ahora definitivamente. Las luces se alejan por completo, hasta dejar las figuras de la familia, inmersos en la absoluta penumbra.
Pasan la noche intentando romper la parálisis que ha dejado la cornisa de la muerte, y recién vuelven a la conciencia, una vez que el sol se asoma por sobre la ladera.
Los tres caminan silenciosamente, presos del cansancio, pero libres de los Nazis. Finalmente, un camion de verduras los encuentra y se apiada de ellos.
Los deja en el puerto, donde un barco los alberga, entre miles de pescados que han sufrido la misma suerte que Hans, el jefe de la familia.
Durante meses navegan por el océano, sin saber a dónde los conducen en realidad. Una vez que pisan la Argentina, apenas saben que están al sur de América, pero no saben lo que les espera. Imaginan que tendrán que empezar de cero a construir sus vidas, pero sin embargo, una enorme sonrisa se les dibuja en el rostro, como si llegaran a Disneylandia, y el adusto hombre de la aduana, fuera nada menos que Mickey Mouse.

Poco tiene que ver la vida de mi madre con este episodio. Su familia llegó hace muchos años de Oriente medio a buscar fortuna.
Sin embargo, aunque su historia familiar no le heredó nada semejante, tiene una sensación de persecución constante.
Cada novedad es una amenaza: agarra la cartera fuerte donde quiera que vaya, desconfía de las “ishires” que laburan en su casa, y siempre coteja precios para conocer “el valor de mercado” y que no la caguen.
Es increíble: lo que no sufrió en carne propia, lo aprendió por mimetización con el entorno. De tanto juntarse con semitas, los judíos terminan pareciéndose más y más.
Al parecer, les atrae el sufrimiento crónico del pueblo y se identifican con ello.

La otra vez acababa de disfrutar de una alegre cena cuando le digo:

Diego: Ah, ma… ¿vos tenés cuenta en el Citi?

Mamá: Si ¿Por qué?

Diego: Porque hay una promoción que te va a encantar.

Mamá abre grandes los ojos, y luce como si se preparara para atacar un gran banquete.

Mamá: A ver, contame.

Diego: Pagás doce boletas a través de pagomiscuentas.com y te dan un mp3 gratis.

Mamá: ¿Y cuánta plata hay que poner?

Diego: Nada, con eso basta.

Mamá: Diego, mirá si te lo van a regalar. Primero te dicen que no y después te cobran lo mismo que te cuesta comprarlo en cualquier lado.

Papá: Si, o más.

Diego: Mirá, yo lo voy a hacer. Y si me quieren cobrar, no les doy nada.

Papá: Pero ya vas a haber pagado todo a través de pagomiscuentas.

Mamá: Claro.

Diego: Es que yo igual las pago por ese site.

Mamá: ¿Vos pagás por internet?

Diego: Ahá.

Mamá: Diego, es muy peligroso eso.

Diego: Mamá, siempre pago por internet y nunca pasó nada.

Mamá: A la hija de Anita le vaciaron todo.

Diego: Mamá, es a través de la página del banco, tienen un sistema mucho más seguro que ir con la platita en la mano al pago fácil.

Mamá: Qué ingenuo que sos. Eso es lo que dicen ellos, pero es para que metas tu clave.

Diego: No es la clave del cajero, mamá. Aparte, si es por eso, ellos ya la tienen.

Mamá: Los del banco sí, pero los de internet no.

Diego: ¿No te parece que si en pagomiscuentas te robaran la clave, ya lo habrían cerrado hace tiempo?

Mamá: Yo te digo, nada más. Vos hacé lo que quieras. Pero si te roban, te vas a acordar de esto.

Papá: Si, además yo recibí un mail que decía que están robando las claves de los cajeros. Te lo mandé a vos también ¿No lo leíste?

Diego: No, no leo cadenas de mails, pa. Ya te lo dije.

Mamá: Si las leyeras, estarías más informado.

Diego: Bueno, ok. Me cansaron. Hagan lo que quieran.

Mamá: Por supuesto.

Días después, lucía en mi cintura mi flamante mp3.

Mamá: Uy, que lindo eso… ¿Cuántas boletas hay que juntar?

Diego: Ninguna, ma. La promo terminó.

Mamá: Qué lástima, la verdad.

miércoles, 7 de enero de 2009

La excusa imperfecta


Era bastante jóven, pero aún así había elegido tener una pareja estable durante algunos años. Aunque bastante más rápido que mi hermana mayor, tuve que esperar un tiempo considerable para que mis padres nos dejaran dormir juntos en casa.
De todas formas, habíamos conseguido hacer entender a mamá, que teníamos relaciones sexuales aunque no lo hiciéramos en casa, o mejor dicho, en su presencia.
Finalmente llegamos a convenir en reglas básicas de convivencia que tenían que ver con conservar las cuestiones higiénicas lejos de los ojos de la familia. De alguna manera, la traducción era “No cojan. Y si lo hacen, que no sea en mi casa. Y si lo hacen en mi casa, que no me entere”.
Funcionó al principio, hasta que se hizo cotidiano. Con el tiempo se pierden las formalidades y cada vez era más frecuente “olvidar” algunas leyes.

Mamá: Diego, estoy cansada de ver tu pieza hecha un quilombo.

Diego: Bueno, no entres. Es mi pieza.

Mamá: Yo tengo que pasar al balcón para colgar la ropa.

Diego: Pasá, no hay historia.

Mamá: Si, pero cuando paso, tengo que ver el desorden. Y ya que estamos, te lo digo. Tu novia, cuando se levanta tarde, está ahí y a mí me da no se qué pasar.

Diego: ¿Y entonces qué hacemos? ¿No se puede colgar más tarde la ropa?

Mamá: ¿Cómo le voy a pedir a la chica que haga el lavado después?

Diego: ¿Por? ¿Es tan difícil?

Mamá: No, Diego; pero es un despelote. Se desorganiza todo.

Diego: Y si la ropa la cuelga la chica, entonces ¿por qué te molesta que esté mi cuarto desordenado? ¿O es a ella a la que le molesta?

Mamá: Mirá, me estás cambiando de tema.

Diego: Bueno, hagamos algo. Que la chica pase, pero que trate de no hacer mucho ruido.

Mamá: Pero Diego, queda feo. Que la chica pase y esté esta chica con el camisón, que se le puede ver algo.

Diego: Bueh… no va a ver nada que no haya visto antes.

Mamá: De ese tema tenemos que hablar. No estás cumpliendo con lo que quedaba. El otro día encontró en tu tacho de basura, algo que no tiene por qué ver.

Diego: Si estaba en la basura, era porque no quería que lo viera.

Mamá: Pero el hecho es que lo vio. Y eso no tiene que pasar más.

Diego: ¿Pero qué puedo hacer? ¿Lo tiro por la ventana? ¿Lo quemo? ¿Lo vendo?

Mamá: Vos sabés lo que tenés que hacer. Ya sos grande. Ah, y otra cosa: Tenés que comprarte una cama de dos plazas. Se van a romper la espalda así como están durmiendo.

Diego: ¿Antes no nos dejabas dormir en la misma cama y ahora querés que lo oficialice con una cama grande?

Mamá: Creo que todos evolucionamos…

Diego: mmm… si… creo.

Mamá: Bueno, eso. Tenés que comprarte una cama más grande.

Diego: No, mamá. La que tengo está bien.

Mamá: Mirá, si no te comprás una cama más grande, voy a tener que hablar con papá sobre si van a poder seguir durmiendo juntos.

Diego: Pero no me estás dando opción. ¿De dónde querés que saque la plata?

Mamá: Vos tenés plata, Diego, para eso trabajás.

Diego: Pero no alcanza.

Mamá: Si que alcanza.

Diego: ¿Y cómo sabés que alcanza? Si no sabés cuánto tengo.

Mamá: Sí que sé.

Diego ¡Me revisaste el cajón!

Mamá: ¡No! no te lo revisé. Abrí y lo ví sin querer.

Diego: ¡Para saber cuánto hay, hay que contarlo!

Mamá: No, no… fue sin querer.

Diego: ¡Aparte el cajón tiene llave!

Mamá: Pero yo la tengo.

Diego: ¡Por si yo pierdo la mía, mamá. No para que lo abras!

Mamá: Si, bueno. Pero yo te quería devolver diez pesos que te pedí prestado.

Diego: ¡Dámelos a mí!

Mamá: Ya te los dejé con una nota en el cajón, fijate.

Diego: No lo puedo creer. Te voy a sacar la llave y se la voy a dar a Lorena. Y ahora me voy, antes de que me siga calentando.


Me acerco a la puerta y escucho la voz de mamá otra vez.

Mamá: ¿Diego?

Diego: ¿Que?

Mamá: Pensá lo de la cama, te vas a romper la espalda.


En algún lugar de nuestra vergüenza, ambos sabíamos que la discusión sobre el cajón era la excusa perfecta para no hablar del tema que habíamos empezado.
De una u otra forma, sirvió para que ella preguntara lo que quería y yo omitiera lo que se me antojara.