viernes, 16 de enero de 2009

La historia que nunca fue


Como si quisieran lastimarlos de antemano, la luz que se cuela entre las rendijas de la persiana, dibuja perfectas diagonales sobre la cara de terror de los ocupantes agazapados. Hace largo rato que los camiones se encuentran estacionados a la salida del bunker, pero aun los borceguíes se oyen de lejos. La consigna es no emitir ningún sonido; igual que desde comenzó la ocupación. Las manos de Mishka ejercen una presión innecesaria sobre las bocas de sus dos pequeños. Aunque quisiesen hablar, les sería imposible: están mudos por el pánico. La mujer ve una antigua abertura en los tablones traseros, probablemente originada por el tripulante desatento de una carretilla. Mishka trata de sacar a los infantes por ese agujero, pero ve, de repente, el resplandor causado por los faros delanteros de otro vehículo de la SS. Por el frente, en la puerta de entrada, se escuchan más fuerte las pisadas de los oficiales. A cada paso, pareciera que temblara el recinto, pero los que tiemblan son los escondidos.
Ya no hay salida. De tan apretados, ya no hay lugar para la esperanza entre los tres prófugos. Atrás quedó el anhelo de libertad, convertido ahora en uno de supervivencia.
Ya no hay escapatoria y Mishka está definiéndose entre dejarse atrapar o asfixiar a sus hijos y entregarse a las armas, para salvar la dignidad. De todas formas, será una muerte menos digna, perecer en las duchas como tantos otros.
Se oye una orden lejana en alemán, desde la dirección de la entrada y las botas militares vuelven a tomar distancia, ahora definitivamente. Las luces se alejan por completo, hasta dejar las figuras de la familia, inmersos en la absoluta penumbra.
Pasan la noche intentando romper la parálisis que ha dejado la cornisa de la muerte, y recién vuelven a la conciencia, una vez que el sol se asoma por sobre la ladera.
Los tres caminan silenciosamente, presos del cansancio, pero libres de los Nazis. Finalmente, un camion de verduras los encuentra y se apiada de ellos.
Los deja en el puerto, donde un barco los alberga, entre miles de pescados que han sufrido la misma suerte que Hans, el jefe de la familia.
Durante meses navegan por el océano, sin saber a dónde los conducen en realidad. Una vez que pisan la Argentina, apenas saben que están al sur de América, pero no saben lo que les espera. Imaginan que tendrán que empezar de cero a construir sus vidas, pero sin embargo, una enorme sonrisa se les dibuja en el rostro, como si llegaran a Disneylandia, y el adusto hombre de la aduana, fuera nada menos que Mickey Mouse.

Poco tiene que ver la vida de mi madre con este episodio. Su familia llegó hace muchos años de Oriente medio a buscar fortuna.
Sin embargo, aunque su historia familiar no le heredó nada semejante, tiene una sensación de persecución constante.
Cada novedad es una amenaza: agarra la cartera fuerte donde quiera que vaya, desconfía de las “ishires” que laburan en su casa, y siempre coteja precios para conocer “el valor de mercado” y que no la caguen.
Es increíble: lo que no sufrió en carne propia, lo aprendió por mimetización con el entorno. De tanto juntarse con semitas, los judíos terminan pareciéndose más y más.
Al parecer, les atrae el sufrimiento crónico del pueblo y se identifican con ello.

La otra vez acababa de disfrutar de una alegre cena cuando le digo:

Diego: Ah, ma… ¿vos tenés cuenta en el Citi?

Mamá: Si ¿Por qué?

Diego: Porque hay una promoción que te va a encantar.

Mamá abre grandes los ojos, y luce como si se preparara para atacar un gran banquete.

Mamá: A ver, contame.

Diego: Pagás doce boletas a través de pagomiscuentas.com y te dan un mp3 gratis.

Mamá: ¿Y cuánta plata hay que poner?

Diego: Nada, con eso basta.

Mamá: Diego, mirá si te lo van a regalar. Primero te dicen que no y después te cobran lo mismo que te cuesta comprarlo en cualquier lado.

Papá: Si, o más.

Diego: Mirá, yo lo voy a hacer. Y si me quieren cobrar, no les doy nada.

Papá: Pero ya vas a haber pagado todo a través de pagomiscuentas.

Mamá: Claro.

Diego: Es que yo igual las pago por ese site.

Mamá: ¿Vos pagás por internet?

Diego: Ahá.

Mamá: Diego, es muy peligroso eso.

Diego: Mamá, siempre pago por internet y nunca pasó nada.

Mamá: A la hija de Anita le vaciaron todo.

Diego: Mamá, es a través de la página del banco, tienen un sistema mucho más seguro que ir con la platita en la mano al pago fácil.

Mamá: Qué ingenuo que sos. Eso es lo que dicen ellos, pero es para que metas tu clave.

Diego: No es la clave del cajero, mamá. Aparte, si es por eso, ellos ya la tienen.

Mamá: Los del banco sí, pero los de internet no.

Diego: ¿No te parece que si en pagomiscuentas te robaran la clave, ya lo habrían cerrado hace tiempo?

Mamá: Yo te digo, nada más. Vos hacé lo que quieras. Pero si te roban, te vas a acordar de esto.

Papá: Si, además yo recibí un mail que decía que están robando las claves de los cajeros. Te lo mandé a vos también ¿No lo leíste?

Diego: No, no leo cadenas de mails, pa. Ya te lo dije.

Mamá: Si las leyeras, estarías más informado.

Diego: Bueno, ok. Me cansaron. Hagan lo que quieran.

Mamá: Por supuesto.

Días después, lucía en mi cintura mi flamante mp3.

Mamá: Uy, que lindo eso… ¿Cuántas boletas hay que juntar?

Diego: Ninguna, ma. La promo terminó.

Mamá: Qué lástima, la verdad.

miércoles, 7 de enero de 2009

La excusa imperfecta


Era bastante jóven, pero aún así había elegido tener una pareja estable durante algunos años. Aunque bastante más rápido que mi hermana mayor, tuve que esperar un tiempo considerable para que mis padres nos dejaran dormir juntos en casa.
De todas formas, habíamos conseguido hacer entender a mamá, que teníamos relaciones sexuales aunque no lo hiciéramos en casa, o mejor dicho, en su presencia.
Finalmente llegamos a convenir en reglas básicas de convivencia que tenían que ver con conservar las cuestiones higiénicas lejos de los ojos de la familia. De alguna manera, la traducción era “No cojan. Y si lo hacen, que no sea en mi casa. Y si lo hacen en mi casa, que no me entere”.
Funcionó al principio, hasta que se hizo cotidiano. Con el tiempo se pierden las formalidades y cada vez era más frecuente “olvidar” algunas leyes.

Mamá: Diego, estoy cansada de ver tu pieza hecha un quilombo.

Diego: Bueno, no entres. Es mi pieza.

Mamá: Yo tengo que pasar al balcón para colgar la ropa.

Diego: Pasá, no hay historia.

Mamá: Si, pero cuando paso, tengo que ver el desorden. Y ya que estamos, te lo digo. Tu novia, cuando se levanta tarde, está ahí y a mí me da no se qué pasar.

Diego: ¿Y entonces qué hacemos? ¿No se puede colgar más tarde la ropa?

Mamá: ¿Cómo le voy a pedir a la chica que haga el lavado después?

Diego: ¿Por? ¿Es tan difícil?

Mamá: No, Diego; pero es un despelote. Se desorganiza todo.

Diego: Y si la ropa la cuelga la chica, entonces ¿por qué te molesta que esté mi cuarto desordenado? ¿O es a ella a la que le molesta?

Mamá: Mirá, me estás cambiando de tema.

Diego: Bueno, hagamos algo. Que la chica pase, pero que trate de no hacer mucho ruido.

Mamá: Pero Diego, queda feo. Que la chica pase y esté esta chica con el camisón, que se le puede ver algo.

Diego: Bueh… no va a ver nada que no haya visto antes.

Mamá: De ese tema tenemos que hablar. No estás cumpliendo con lo que quedaba. El otro día encontró en tu tacho de basura, algo que no tiene por qué ver.

Diego: Si estaba en la basura, era porque no quería que lo viera.

Mamá: Pero el hecho es que lo vio. Y eso no tiene que pasar más.

Diego: ¿Pero qué puedo hacer? ¿Lo tiro por la ventana? ¿Lo quemo? ¿Lo vendo?

Mamá: Vos sabés lo que tenés que hacer. Ya sos grande. Ah, y otra cosa: Tenés que comprarte una cama de dos plazas. Se van a romper la espalda así como están durmiendo.

Diego: ¿Antes no nos dejabas dormir en la misma cama y ahora querés que lo oficialice con una cama grande?

Mamá: Creo que todos evolucionamos…

Diego: mmm… si… creo.

Mamá: Bueno, eso. Tenés que comprarte una cama más grande.

Diego: No, mamá. La que tengo está bien.

Mamá: Mirá, si no te comprás una cama más grande, voy a tener que hablar con papá sobre si van a poder seguir durmiendo juntos.

Diego: Pero no me estás dando opción. ¿De dónde querés que saque la plata?

Mamá: Vos tenés plata, Diego, para eso trabajás.

Diego: Pero no alcanza.

Mamá: Si que alcanza.

Diego: ¿Y cómo sabés que alcanza? Si no sabés cuánto tengo.

Mamá: Sí que sé.

Diego ¡Me revisaste el cajón!

Mamá: ¡No! no te lo revisé. Abrí y lo ví sin querer.

Diego: ¡Para saber cuánto hay, hay que contarlo!

Mamá: No, no… fue sin querer.

Diego: ¡Aparte el cajón tiene llave!

Mamá: Pero yo la tengo.

Diego: ¡Por si yo pierdo la mía, mamá. No para que lo abras!

Mamá: Si, bueno. Pero yo te quería devolver diez pesos que te pedí prestado.

Diego: ¡Dámelos a mí!

Mamá: Ya te los dejé con una nota en el cajón, fijate.

Diego: No lo puedo creer. Te voy a sacar la llave y se la voy a dar a Lorena. Y ahora me voy, antes de que me siga calentando.


Me acerco a la puerta y escucho la voz de mamá otra vez.

Mamá: ¿Diego?

Diego: ¿Que?

Mamá: Pensá lo de la cama, te vas a romper la espalda.


En algún lugar de nuestra vergüenza, ambos sabíamos que la discusión sobre el cajón era la excusa perfecta para no hablar del tema que habíamos empezado.
De una u otra forma, sirvió para que ella preguntara lo que quería y yo omitiera lo que se me antojara.