martes, 11 de enero de 2011

El rompebodas


La palabra de mamá es sagrada. No importa cuánta terapia me falte para darme por enterado. No influyen las advertencias de mi psicóloga, de que cuanto más le oculte, más importancia le doy.
Mamá es el ojo crítico, es Alpha y Omega. La religión y los tres poderes. Aunque me canse de decir que no me inmuta ni me desacomoda. Es ahí cuando me encuentro rindiéndole cuentas de algo que no debería, y me arrepiento antes de terminar de hablar.
Antes de dedicarme a la publicidad, laburaba en la oficina de papá. El trabajo era sencillo y hasta podría haber sido disfrutable. Pero para mí, era la representación de la imposibilidad de trabajar en algo que me gustara.
La idea de repetir el camino de mis viejos me frustraba de tal manera, que los momentos de felicidad durante el trabajo, eran cuando tenía que salir de la oficina.
Era entonces, cuando buscaba a tientas los auriculares en el bolsillo, mientras papá me daba las carpetas para llevarle al contador.
Ponía un disco de Bowie, o de Los Beatles, o de Perales, daba igual, y caminaba al subte.
Una tarde, llegué a la oficina del contador y me atendió la hija, una chica de aproximación a mi edad. Morocha, ojos verdes, muy cálida en el trato.
Me acompañó a sacar fotocopias y hablamos un rato sobre nuestros intereses que tenían tanto en común.
Le sonreí y me despedí.
Fue la primera vez en los tres o cuatro años que llevaba en pareja, en que hubiera invitado a salir a otra mujer. Cosas que pasan como el tiempo, irrevocable, que también avanza.
Unos años después, mi relación de pareja había terminado, pero yo seguía en el mismo sitio: trabajando con papá.
Una tarde, llegué a la oficina y ví que llamó la hija del contador y dejó su teléfono para que le enviaran unos papeles.
Lo anoté en mi viejo Kyocera, que en aquel momento se encontraba flamante.
Los tipos inseguros somos así: Nos proveemos de miles de situaciones potenciales que no estamos dispuestos a enfrentar. Fantaseamos peleas en transporte público, sin que nuestro target se entere siquiera que lo miramos. Compilamos teléfonos de chicas que nunca vamos a llamar, organizamos vidas enteras con mujeres que no nos dan pelota.
El inseguro debe escapar a la confrontación del conflicto a como dé lugar. Por eso teje una telaraña engañosa. Una trampa en la que él mismo cae, creyendo que es un calculado plan para resolver en persona.
Decidí que el número de teléfono no era suficiente. Necesitaba información, ganar tiempo. Tenía que conseguir una desconfirmación.
Y acá vuelvo al principio de todo esto.
Voy a pedirle información a la única persona a la que no debería decirle una palabra sobre todo esto.
A ella, sí.

Mamá: ¿Te gusta?
Diego: Yo no dije eso.
Mamá: No, claro…
Diego: En serio.
Mamá: Y por qué querés saber.
Diego: No sé, estudia teatro. Me dio curiosidad.
Mamá: ¿Querés volver a teatro?
Diego: No sé, tal vez sí. ¿Por qué tanta pregunta?
Mamá: Lo mismo me pregunto yo.
Diego: Me enferma cuando hacés esto. Después preguntás por qué no te enterás de nada.
Mamá: ¿De qué tendría que enterarme?
Diego: Ok, mamá. Ganaste. Me gusta la hija del contador.
Mamá: Mazel Tov.

No prosperó, igual que con otros cientos de teléfonos que todavía guardo en mi celular, sólo para creer que los puedo marcar cuando quiera.
Más tarde me enteré, no sin cierto dolor, que estaba en pareja con un tipo que se dedicaba a lo mismo que yo.
Pasó el tiempo, y me olvidé por completo de su existencia, hasta que un día fuimos a comer con la familia a un restaurant.
La lista de buena fe: papá, mamá, mi hermana, mi cuñado, mi sobrinita de escasos años, yo, y los padres de mi cuñado, que son lo más parecido a los Ochmonek de ALF.
Mamá se sentaba enfrente mío, a gran distancia, separados por la totalidad del diámetro de una mesa redonda. Su mirada alternaba entre papá y yo. Sentí un escalofrío y me dí cuenta que estaba por tirar alguna bomba.
Aprovechó un silencio de los suegros de mi hermana que no paraban de hablar, más que para hincar el diente.

Mamá: Die…

Papá la miró con severidad, mamá respondió con un vistazo fulminante.

Mamá: ¿Te acordás de la hija del contador?

Por poco me hace escupir el filet con el puré encima y todo. Miré a los padres de mi cuñado, que seguían morfando, igual mentí.

Diego: No, no… no sé de quién me hablás.
Mamá: La chica del estudio, la que te gustaba.


Ahora sí, los dos gerontes largaron los tenedores y me miraron con atención.

Diego: Ah, si, si… Julia.
Mamá: ¡Muy bien! Mirá cómo te acordás…
Diego: Si… si… me acuerdo ¿Qué pasa?
Mamá: Se va a casar.
Diego: Mazel tov.



Los suegros de mi hermana abrieron los ojos como dos lechuzas. Creo que a ella le caía un poco de cuscús desde el labio inferior, desprolijamente pintado de carmín radiactivo. En el otro flanco de la mesa, la cara de papá era impagable: tenía más vergüenza que yo.

Papá: ¿Qué hablamos?
Mamá: Dejame que le pregunte…


Me volvió a mirar.

Mamá: Bueno. La cuestión es que se va a casar. Pero parece que no se llevan bien con el novio.

Yo entendía lo que pretendía. Me hice el boludo.

Diego: Qué cagada ¿no?
Mamá: Sí, pobre…
Diego: ¿Y para qué se casa?
Mamá: Y… presión supongo. Vos sabés cómo es para las mujeres.
Diego: No, no sé. ¿Cómo es?
Mamá: Y… es distinto. Quieren casarse, sienten que invirtieron tiempo, no quieren empezar de nuevo.
Diego: Ah, entonces es bastante boluda.
Mamá: No, pobre… Bueno, la cuestión es que yo hablé de vos con la hermana del contador.
Diego: ¿Vos qué?
Mamá: Claro, hablé, para contarle que a vos te gustaba…
Diego: Me estás jodiendo…
Mamá: ¡Bueno, che! ¿mirá si les hacíamos gancho?
Diego: ¿Gancho? Ay, mamá…


Se me caía la cara de vergüenza. Tener esta conversación delante de toda la familia, de los Ochmonek, indirectamente también delante del contador. La situación era Kosovo, Chernobyll, Hiroshima.

Mamá: La cuestión es que se nos ocurrió que la llamaras.
Diego: ¿Qué?
Mamá: Que la invites a salir.
Diego: ¿Lo qué?
Mamá: Por ahí es bueno para los dos.
Diego: …Estás completamente loca.
Mamá: No me parece, tan loco.
Diego: Dejemos esto acá, por favor.
Mamá: ¿No va entonces?
Diego: No.
Mamá: Bueno, pensalo.
Diego: Ni en pedo.

Entiendo que la intención era conseguirse una nuera judía, pero jamás pude comprender cómo podía caberle en la cabeza, la posibilidad de que yo fuera a interrumpir el matrimonio de una mujer que vi sólo una vez en mi vida. Exceso de telenovelas.
Tampoco concebí que contara todo lo que yo le había confiado muy a pesar de mi razón, pero ni lo discutí.
Aún así, sigo sintiendo todo este asunto, como una confirmación de nuestra relación. Como una repetición natural de nuestras costumbres, que tan tangible hacen a nuestra cultura.
Porque los hijos estamos para ponernos reglas y para romperlas. Pero las madres sólo existen para deambular por ellas, ignorándolas como si fueran una pared de yeso.

jueves, 5 de marzo de 2009

Madre que ladra...


Las matemáticas son simples: Si la casa es justa para cuatro, es grande para dos.
Por eso, mamá y papá compraron un perro, para afrontar el síndome del nido vacío. Aunque Woody apareció unos meses después de que me aventuré en mi independencia, el tema venía de mucho antes. Creo que desde que tengo memoria.
Todo chico quiere tener un perro, y yo no era la excepción. Ahora, en mi madurez me pregunto para qué quería uno, si en realidad les tenía pánico.
La excusa de mis padres para no comprarlo, era que tener un perro era mucha responsabilidad, pero ahora comprendo que el duelo de Pedrito, nuestro último canario, fue una herida que nunca supimos cerrar. No compramos un perro, para no verlo morir después.
Durante muchos años no se habló del tema, hasta un par de años después de que mi hermana se fuera de casa. Consiguió un novio que tenía un pekinés y se encargó de desperdigar odiosas costumbres por las casas de sus familiares, incluido yo, inclidos mis padres. Les mostró cómo el animal te daba besos en la boca y se subía a la mesa, y le daba de comer de su propio plato cuando el can se acercaba a pedir.
Creo que ahí fue cuando mamá empezó a urdir su maléfico plan, para no quedarse sola con papá en la casa. Para esta altura, yo ya había aprendido todo lo que me habían querido enseñar: al perro hay que sacarlo a pasear en horarios indeseables, hay que jugarle todo el tiempo aunque estés haciendo otra cosa, hay que bancarse las cagadas, las meadas, los ronquidos, los ladridos, los parásitos y los besos de lengua.
Una noche apareció mamá, tras la puerta de mi dormitorio.

Mamá: ¿Die? ¿Dormís?

Diego: Ya no.

Mamá: Che, qué divino el perro de Darío ¿Viste cómo le ladra a los cartoneros?

Diego: Si, es un perro nazi.

Mamá: No seas malo, es divino. A vos te encantan los perros.

Diego: Si, me gustan ¿Y eso qué?

Mamá: ¿No querés que compremos un perro?

Diego: ¿Qué? ¿Estás loca?

Mamá: ¿Por qué? Vos siempre quisiste un perro.

Diego: Cuando tenía cinco años. Gracias por no comprármelo.

Mamá: ¿Me lo vas a recriminar justo ahora que lo quiero comprar?

Diego: No, no fue irónico. Gracias de verdad, son un dolor de huevos.

Mamá: Ay, por favor, después te encariñás. Bueno, y si vos no lo querés, lo compro para mí.

Diego: Entonces lo vas a sacar a pasear vos…

Mamá: ¿Yo? Pero vos vas a jugar con el perro…

Diego: Por eso. Prefiero perderme los beneficios y las obligaciones.

Mamá: Ok, ok… yo lo saco.

Diego: Bien, entonces compralo. Pero esto te lo aviso ahora: nada de venir a la una de la mañana a decirme “Ay, Die… estoy muerta… ¿no me sacás al perro solo por hoy?

Mamá: Bueno, che… alguna vez… de favor.

Diego: Ma, te lo estoy avisando desde ahora.

Mamá: Listo, entonces no lo compro
.


La decisión se mantuvo poco tiempo. Hasta unos meses después de que me mudara.
Un domingo suena el timbre de mi nueva casa. Era mamá con un bolso que contenía una bola de pelos, de no más de quince centímetros.
Era un pekinés enano. De todas las razas y las cruzas caninas que existen, eligió una de las pocas que no se dejan querer por su aspecto. Mi afición cinéfila hizo que le propusiera el nombre Woody, en honor al director de cine judío, ultrapsicoanalizado, obsesivo, culpógeno, histérico y amante de nueva york. Sin darme cuenta, estaba dotando al perro de muchos de mis atributos; lo que suena lógico cuando se entiende que estaba por ocupar mi lugar.
Por suerte yo ya estaba fuera de casa. Mamá no podía pedirme favores, con respecto al perro. Estaba fuera de mi jurisdicción. Yo, argentino.
Hasta que se fueron de vacaciones.

Mamá: Die… Nos estamos yendo de vacaciones y queríamos pedirte un favor.

Diego: Si, decime.

Mamá: Necesitamos que nos cuides a Woody una semana.

Diego: Pero mamá… un perro en casa… es muy chica. ¿Por qué no se lo llevás a Lorena, que le gusta tener perro?

Mamá: Si, les toca una semana a cada uno. No es mucho lo que te pedimos. Un favor de vez en cuando no te va a matar.


Omití el detalle de que cada vez que me piden un favor, me repiten lo mismo y acepté.

Esa semana fue lo más parecido al tren fantasma. El perro inundó mi casa de un olor repugnante, llenó de pelos cada rincón del departamento, y lo peor de todo, no me dejó dormir más de dos horas en continuado. Cada minúsculo sonido que provenía del pasillo, desataba una cadena de ladridos interminable. Decidí dejarlo entrar a mi habitación, pero el perro roncaba como una lavadora descompuesta.
Con las ojeras de un oso panda, llevé al animal a la casa de mi hermana, al cabo de los siete días asignados.
Un año después me volvió a pedir que lo cuidara.

Mamá: Y qué le vas a hacer… es un favor al año que te pedimos.

Diego: Mamá, el favor que me pedís es que no duerma en una semana.

Mamá: No, esta vez son quince dias. Tu hermana no quiere tenerlo mas.

Diego: Eh, pero ¿cómo? Ella, yo…

Mamá: Mirá, Diego. Ella no puede elegir. Ya tiene un perro y cuando se juntan se ponen celosos, le destrozan la casa.


“¡Qué hija de puta!” Pensé. “Qué bien me la hizo la turra”.

Otros quince días viviendo en una película de Carpenter. El perro se tomaba treinta minutos por reloj a la mañana y a la noche para pasear cuatro cuadras. El cretino se paraba a olisquear cada minúsculo charco de agua en la puta manzana. Se subía a la mesa a lamer los platos en los que yo tenía que comer al día siguiente.
La última conversación sobre el tema, tuvo lugar el verano pasado.

Mamá: Die. Queremos preguntarte algo. Pero que nos contestes con sinceridad.

Diego: A ver.

Mamá: Estamos pensando en dejar a Woody en una guardería para perros en estas vacaciones.

Diego: Eureka.

Mamá: Pero primero queremos saber si vos querés quedártelo. Si no, lo llevamos. No queremos joderte.

Diego: No, no quiero. Si tengo que hacerles el favor, me lo quedo.

Mamá: ¿Pero querés?

Diego: No, te lo acabo de decir. No quiero a ese engendro del demonio en mi casa. Lo haría como favor únicamente.
Mamá: ¿Entonces lo harías?

Diego: Como favor, sí.

Mamá: ¿Viste Jorge? Te dije que iba a querer quedárselo él.

Diego: No, mamá. Te dije que no quiero. Quiero al gremlin lejos de mi vista.

Mamá: ¿Entonces en qué quedamos?

Diego: Quedamos que lo llevás a una guardería.


Empecé a entender se puede lograr que el otro haga lo que queramos, pero jamás vamos a convencerlo de que quiera hacerlo si no lo desea. Por mucho que nos aprecie.
No es falta de cariño, no es displicencia. Es que la escala de costos de los favores son distintos para cada cual. Y que aunque mamá tenga su especial método intimidatorio para pedir, no significa otra cosa que el reclamo de un poco de afecto.
Madre que ladra, no muerde.

lunes, 16 de febrero de 2009

La Gran Mamá

En su libro “1984”, George Orwell predijo para el futuro de aquel momento, la existencia de un organismo controlador omnipresente, denominado Big Brother. En la novela, el Gran Hermano seguía de cerca todo lo que la gente decía y hablaba, además de encargarse de dictaminar reglas, basándose en la ideología política de la casa.
Representaba la autoridad y ejercía todo tipo de poder político.
Todo hijo de judíos que lea la obra, no puede dejar de sentirse de alguna manera identificado. Su propio entorno familiar está regido por una autoridad semejante.
La madre ejerce los tres poderes: dicta las leyes, las hace cumplir, e imparte justicia.
Y también es el escrutador.
Mamá lo sabe todo. Es el ojo que observa al Gran Hermano.
No es que tenga la intención explícita de vigilarnos. Tiene una fuerza perceptiva que la supera, sobre todo con lo que le importa demasiado.
Cuando yo era bastante más joven que ahora, creía que mi secreto mejor guardado era mi primera novia, con quien por esos días daba mis primeros pasos.

Diego: No le digas a mamá una sola palabra de esto. Me lo prometiste.

Lorena: No te preocupes, mamá ya lo sabe.

Diego: ¿Cómo?

Lorena: Sí, me lo dijo antes que vos.

Diego: Pero… ¿cómo?...

Lorena: Dice que te vio lavándote los dientes antes de salir.

Diego: Pero yo siempre…

Lorena: No sé, Diego. No sé cómo lo hace. Ya te vas a acostumbrar.


Era todo cierto. Yo me lavaba los dientes en horarios inhabituales, tenía novia y mamá se daba cuenta.
La había visto en el espejo cuando pasó por atrás, pero nunca pensé que pudiera estar analizándome, investigándome.
Ahí me encontré por primera vez con la policía filial.
Mamá es Elliot Ness. Es implacable, incorruptible, insoportable.
Los hampones de la privacidad, esperamos que se retire. Y los más religiosos dicen que el mesías va a llegar con los formularios de jubilación del ANSES en la mano; para dárselos y que reine la paz.
Por más recaudos que yo tome, todavía es imposible evitarla.
La otra situación fue hace algunos meses, cuando se casaba mi primo.
Disfruto de las bodas. Se come y se toma bien, las mujeres van bien vestidas, hay amplia predisposición para la joda y lo mejor de todo: Las solteras se sensibilizan por no estar casadas y buscan refugio en cualquier traje.
Puede resultar muy provechoso ir a un casamiento, siempre y cuando no vayas con mamá.
Ahí todo se convierte en la constante paranoia por no dejar rastros de levante.
La despedida de soltero había sido mixta y Martín tenía reservada para mí, una amiga de su hermana. Me lo dijo explícitamente.
Cuando llego al salón, me rencuentro con los primos a los que tanto quiero y que tan poco veo. El clima empieza a ponerse realmente festivo.
Hacemos una fila y la señorita da las mesas nos recibe, de a uno por vez.

Pasa mi hermana.

Señorita de la entrada: Mesa cuatro.

Pasa mi cuñado.

Señorita de la entrada: Mesa cuatro.

Pasa mi primo.

Señorita de la entrada: Mesa cuatro.

Ahora la novia de mi primo.

Señorita de la entrada: Mesa cuatro.


Mi otro primo con su mujer.

Señorita de la entrada: Mesa cuatro.


Ahora me toca a mí. Y cuando estoy preparado para escuchar “Mesa cuatro”, oigo la voz de la recepcionista.

Señorita de la entrada: Mesa nueve.

Diego: Eh… no, no. Yo soy de la cuatro.

Señorita de la entrada: No señor. Acá dice claramente que su mesa es la nueve.

Diego: No claro… lo que te estoy explicando es que esa lista está equivocada. Los que pasaron recién son mi cuñado, mi hermana, mis primos... Estamos todos en la cuatro.

Señorita de la entrada: A ver, deme un segundo que lo consulto.


Estoy seguro de que el malentendido se aclara en pocos minutos. Mientras recorro los ribetes de las columnas en el hall para no calentarme al pedo, espero el regreso de la recepcionista. Ahí la veo volver.

Señorita de la entrada: Está confirmado señor. Su mesa es la nueve.

Diego: Muy bien. Me voy a sentar e la nueve. Pero ya vas a ver cuando se enteren los novios.


Al entrar, lo confirmo con mi primo. La mesa está correcta. Me sentó con un rejunte de solteras y gente que le costaba embocar en cualquier otro grupo. Entre ellas, la chica que Martín había elegido para mí.
El silencio se apodera de la mesa de desconocidos, mientras que en la cuatro vuelan los panes y las risas.
Decido intentar aprovechar la oportunidad que el “inteligente” de mi primo intenta generar a la fuerza. Todavía no estoy seguro de si me gusta o no, pero sé que está soltera. Empiezo a remar como si la corriente me arrastrara al iceberg.
De todas formas, sé que tengo que ser un ninja. Tengo que hacerlo de manera silenciosa, esquivando la mirada atenta de mi madre.
Me ocupo de sacar a bailar a TODAS las mujeres del salón, para despistarla. A muchas ya las había conocido en la despedida y a otras las encaro en el momento. No dejo a ninguna sin revolear, incluídas las tías gordas de dientes pintados de rouge.
Bailo con todas, termino exhausto. El sacrificio necesario para un objetivo insignificante.
Sobre el final de la fiesta me cruzo con mi viejo. Los dos vestidos con sendos gorros de colores, en el medio de un “siguruchá” en el carnaval carioca.

Papá: Che, Die. Tu mamá te vio bailar con una chica y ya te está casando.


Pregunté, aunque sabía la respuesta.

Diego: ¿Qué? ¿Con cual? Bailé con todas.

Papá: Mamá solo te vio con esa.


Hubiera jurado que mi trabajo fue impecable. Antes de encontrarme con papá. Antes de ver que su dedo apuntaba a la chica que me habían impuesto como objetivo.

viernes, 16 de enero de 2009

La historia que nunca fue


Como si quisieran lastimarlos de antemano, la luz que se cuela entre las rendijas de la persiana, dibuja perfectas diagonales sobre la cara de terror de los ocupantes agazapados. Hace largo rato que los camiones se encuentran estacionados a la salida del bunker, pero aun los borceguíes se oyen de lejos. La consigna es no emitir ningún sonido; igual que desde comenzó la ocupación. Las manos de Mishka ejercen una presión innecesaria sobre las bocas de sus dos pequeños. Aunque quisiesen hablar, les sería imposible: están mudos por el pánico. La mujer ve una antigua abertura en los tablones traseros, probablemente originada por el tripulante desatento de una carretilla. Mishka trata de sacar a los infantes por ese agujero, pero ve, de repente, el resplandor causado por los faros delanteros de otro vehículo de la SS. Por el frente, en la puerta de entrada, se escuchan más fuerte las pisadas de los oficiales. A cada paso, pareciera que temblara el recinto, pero los que tiemblan son los escondidos.
Ya no hay salida. De tan apretados, ya no hay lugar para la esperanza entre los tres prófugos. Atrás quedó el anhelo de libertad, convertido ahora en uno de supervivencia.
Ya no hay escapatoria y Mishka está definiéndose entre dejarse atrapar o asfixiar a sus hijos y entregarse a las armas, para salvar la dignidad. De todas formas, será una muerte menos digna, perecer en las duchas como tantos otros.
Se oye una orden lejana en alemán, desde la dirección de la entrada y las botas militares vuelven a tomar distancia, ahora definitivamente. Las luces se alejan por completo, hasta dejar las figuras de la familia, inmersos en la absoluta penumbra.
Pasan la noche intentando romper la parálisis que ha dejado la cornisa de la muerte, y recién vuelven a la conciencia, una vez que el sol se asoma por sobre la ladera.
Los tres caminan silenciosamente, presos del cansancio, pero libres de los Nazis. Finalmente, un camion de verduras los encuentra y se apiada de ellos.
Los deja en el puerto, donde un barco los alberga, entre miles de pescados que han sufrido la misma suerte que Hans, el jefe de la familia.
Durante meses navegan por el océano, sin saber a dónde los conducen en realidad. Una vez que pisan la Argentina, apenas saben que están al sur de América, pero no saben lo que les espera. Imaginan que tendrán que empezar de cero a construir sus vidas, pero sin embargo, una enorme sonrisa se les dibuja en el rostro, como si llegaran a Disneylandia, y el adusto hombre de la aduana, fuera nada menos que Mickey Mouse.

Poco tiene que ver la vida de mi madre con este episodio. Su familia llegó hace muchos años de Oriente medio a buscar fortuna.
Sin embargo, aunque su historia familiar no le heredó nada semejante, tiene una sensación de persecución constante.
Cada novedad es una amenaza: agarra la cartera fuerte donde quiera que vaya, desconfía de las “ishires” que laburan en su casa, y siempre coteja precios para conocer “el valor de mercado” y que no la caguen.
Es increíble: lo que no sufrió en carne propia, lo aprendió por mimetización con el entorno. De tanto juntarse con semitas, los judíos terminan pareciéndose más y más.
Al parecer, les atrae el sufrimiento crónico del pueblo y se identifican con ello.

La otra vez acababa de disfrutar de una alegre cena cuando le digo:

Diego: Ah, ma… ¿vos tenés cuenta en el Citi?

Mamá: Si ¿Por qué?

Diego: Porque hay una promoción que te va a encantar.

Mamá abre grandes los ojos, y luce como si se preparara para atacar un gran banquete.

Mamá: A ver, contame.

Diego: Pagás doce boletas a través de pagomiscuentas.com y te dan un mp3 gratis.

Mamá: ¿Y cuánta plata hay que poner?

Diego: Nada, con eso basta.

Mamá: Diego, mirá si te lo van a regalar. Primero te dicen que no y después te cobran lo mismo que te cuesta comprarlo en cualquier lado.

Papá: Si, o más.

Diego: Mirá, yo lo voy a hacer. Y si me quieren cobrar, no les doy nada.

Papá: Pero ya vas a haber pagado todo a través de pagomiscuentas.

Mamá: Claro.

Diego: Es que yo igual las pago por ese site.

Mamá: ¿Vos pagás por internet?

Diego: Ahá.

Mamá: Diego, es muy peligroso eso.

Diego: Mamá, siempre pago por internet y nunca pasó nada.

Mamá: A la hija de Anita le vaciaron todo.

Diego: Mamá, es a través de la página del banco, tienen un sistema mucho más seguro que ir con la platita en la mano al pago fácil.

Mamá: Qué ingenuo que sos. Eso es lo que dicen ellos, pero es para que metas tu clave.

Diego: No es la clave del cajero, mamá. Aparte, si es por eso, ellos ya la tienen.

Mamá: Los del banco sí, pero los de internet no.

Diego: ¿No te parece que si en pagomiscuentas te robaran la clave, ya lo habrían cerrado hace tiempo?

Mamá: Yo te digo, nada más. Vos hacé lo que quieras. Pero si te roban, te vas a acordar de esto.

Papá: Si, además yo recibí un mail que decía que están robando las claves de los cajeros. Te lo mandé a vos también ¿No lo leíste?

Diego: No, no leo cadenas de mails, pa. Ya te lo dije.

Mamá: Si las leyeras, estarías más informado.

Diego: Bueno, ok. Me cansaron. Hagan lo que quieran.

Mamá: Por supuesto.

Días después, lucía en mi cintura mi flamante mp3.

Mamá: Uy, que lindo eso… ¿Cuántas boletas hay que juntar?

Diego: Ninguna, ma. La promo terminó.

Mamá: Qué lástima, la verdad.

miércoles, 7 de enero de 2009

La excusa imperfecta


Era bastante jóven, pero aún así había elegido tener una pareja estable durante algunos años. Aunque bastante más rápido que mi hermana mayor, tuve que esperar un tiempo considerable para que mis padres nos dejaran dormir juntos en casa.
De todas formas, habíamos conseguido hacer entender a mamá, que teníamos relaciones sexuales aunque no lo hiciéramos en casa, o mejor dicho, en su presencia.
Finalmente llegamos a convenir en reglas básicas de convivencia que tenían que ver con conservar las cuestiones higiénicas lejos de los ojos de la familia. De alguna manera, la traducción era “No cojan. Y si lo hacen, que no sea en mi casa. Y si lo hacen en mi casa, que no me entere”.
Funcionó al principio, hasta que se hizo cotidiano. Con el tiempo se pierden las formalidades y cada vez era más frecuente “olvidar” algunas leyes.

Mamá: Diego, estoy cansada de ver tu pieza hecha un quilombo.

Diego: Bueno, no entres. Es mi pieza.

Mamá: Yo tengo que pasar al balcón para colgar la ropa.

Diego: Pasá, no hay historia.

Mamá: Si, pero cuando paso, tengo que ver el desorden. Y ya que estamos, te lo digo. Tu novia, cuando se levanta tarde, está ahí y a mí me da no se qué pasar.

Diego: ¿Y entonces qué hacemos? ¿No se puede colgar más tarde la ropa?

Mamá: ¿Cómo le voy a pedir a la chica que haga el lavado después?

Diego: ¿Por? ¿Es tan difícil?

Mamá: No, Diego; pero es un despelote. Se desorganiza todo.

Diego: Y si la ropa la cuelga la chica, entonces ¿por qué te molesta que esté mi cuarto desordenado? ¿O es a ella a la que le molesta?

Mamá: Mirá, me estás cambiando de tema.

Diego: Bueno, hagamos algo. Que la chica pase, pero que trate de no hacer mucho ruido.

Mamá: Pero Diego, queda feo. Que la chica pase y esté esta chica con el camisón, que se le puede ver algo.

Diego: Bueh… no va a ver nada que no haya visto antes.

Mamá: De ese tema tenemos que hablar. No estás cumpliendo con lo que quedaba. El otro día encontró en tu tacho de basura, algo que no tiene por qué ver.

Diego: Si estaba en la basura, era porque no quería que lo viera.

Mamá: Pero el hecho es que lo vio. Y eso no tiene que pasar más.

Diego: ¿Pero qué puedo hacer? ¿Lo tiro por la ventana? ¿Lo quemo? ¿Lo vendo?

Mamá: Vos sabés lo que tenés que hacer. Ya sos grande. Ah, y otra cosa: Tenés que comprarte una cama de dos plazas. Se van a romper la espalda así como están durmiendo.

Diego: ¿Antes no nos dejabas dormir en la misma cama y ahora querés que lo oficialice con una cama grande?

Mamá: Creo que todos evolucionamos…

Diego: mmm… si… creo.

Mamá: Bueno, eso. Tenés que comprarte una cama más grande.

Diego: No, mamá. La que tengo está bien.

Mamá: Mirá, si no te comprás una cama más grande, voy a tener que hablar con papá sobre si van a poder seguir durmiendo juntos.

Diego: Pero no me estás dando opción. ¿De dónde querés que saque la plata?

Mamá: Vos tenés plata, Diego, para eso trabajás.

Diego: Pero no alcanza.

Mamá: Si que alcanza.

Diego: ¿Y cómo sabés que alcanza? Si no sabés cuánto tengo.

Mamá: Sí que sé.

Diego ¡Me revisaste el cajón!

Mamá: ¡No! no te lo revisé. Abrí y lo ví sin querer.

Diego: ¡Para saber cuánto hay, hay que contarlo!

Mamá: No, no… fue sin querer.

Diego: ¡Aparte el cajón tiene llave!

Mamá: Pero yo la tengo.

Diego: ¡Por si yo pierdo la mía, mamá. No para que lo abras!

Mamá: Si, bueno. Pero yo te quería devolver diez pesos que te pedí prestado.

Diego: ¡Dámelos a mí!

Mamá: Ya te los dejé con una nota en el cajón, fijate.

Diego: No lo puedo creer. Te voy a sacar la llave y se la voy a dar a Lorena. Y ahora me voy, antes de que me siga calentando.


Me acerco a la puerta y escucho la voz de mamá otra vez.

Mamá: ¿Diego?

Diego: ¿Que?

Mamá: Pensá lo de la cama, te vas a romper la espalda.


En algún lugar de nuestra vergüenza, ambos sabíamos que la discusión sobre el cajón era la excusa perfecta para no hablar del tema que habíamos empezado.
De una u otra forma, sirvió para que ella preguntara lo que quería y yo omitiera lo que se me antojara.

martes, 25 de noviembre de 2008

A seguro se lo llevaron... muerto.


Hay tareas domésticas que sencillamente no puedo hacer. No es que no quiera, no es cuestión de hacerme el estúpido. Es un tema de capacidades. Veo al mundo como una caja de herramientas, donde hay un elemento especialmente diseñado para cada práctica.
A ver, una pico de loro puede usarse para ajustar el manubrio de una bicicleta, pero está claro que con una llave inglesa tardaríamos mucho menos.
Y quien no lo crea, que lo intente.
Planchar: Puedo estar horas intentándolo, puedo mirar como un mono en un partido de tejo cómo otro lo hace; pero definitivamente no me sale una camisa completamente lisa.
Siempre me queda una arruga, y eso que me compré el mejor apresto, la mejor plancha, la tabla perfecta.
Por tanto podría decirse “A lo que no puedas entrarle por delante, al menos evítalo por atrás”.
Bajo este lema contraté a Alejandra, la chica que trabaja en casa, y que hace todas esas cosas por mí.
Mamá es una alarmista. Nació para ser telefonista de un cuartel de bomberos o para contar historias de miedo en un jardín de infantes.
Le gusta asustar, porque le da cierta autoridad. Si no hacer las cosas a su manera significaría un problema, entonces solo ella puede evitar una verdadera tragedia. Y con esto me refiero a sacar una mancha de helado de una zapatilla, tanto como a guardar el dinero después de una crisis financiera.
Yo no le creo nada, pero por las dudas siempre hago lo que dice. Al fin y al cabo, mal no le fue.
Llega Alejandra a trabajar en su primer día y la primera tarea es una de esas que no puedo ni empezar: El piso y la cera.
Entonces marco el botón que dice “mamá”, siempre primero en la memoria del teléfono.

Mamá: ¿Hola?

Diego: ¿Ma?

Mamá: Hola, Die ¿Qué pasó?

Diego: No pasó nada ¿por?

Mamá: No, porque llamaste. Pensé que pasó algo.

Diego: No, te llamaba para hacerte una preguntita. ¿Cómo es la historia esta de encerar el piso?

Mamá: Ahhh, hoy empieza la chica ¿no? Bien que me preguntaste. Mirá que te lo llega a hacer mal y se te arruina. No sale más, eh.

Diego: Por eso te llamo.

Mamá: ¿Querés que lo vaya a hacer yo?

Diego: Obiamente que no, mamá. Esta mujer cobra un sueldo.

Mamá: Anotá. Comprás Virutol La Estrella. Tiene que ser esa marca, otra no. Con un trapo de algodón tiene que sacar la cera vieja. Y ahí le ponés cera marca “Suiza” para pisos oscuros. Mirá que si no es esa marca se te mancha todo el piso. ¿Querés que se lo explique a ella?

Diego: No, ma. Yo se lo digo.

Mamá: ¿Se lo vas a decir bien? No te olvides de nada.

Diego: Si, si. Yo le digo todo.

Mamá: Me parece que mejor voy yo.

Diego: No, Ma. Dejá. Yo puedo.

Mamá: Bueno entonces pasámela que le explico, así me quedo tranquila.

Diego: Bueh, como quieras.

Le paso el teléfono a Alejandra y sólo escucho la mitad.

Alejandra: Hola señora… Si… si… La Estrella, entiendo… Si, de algodón… si, perfectamente señora. No, no hace falta… si, segura que puedo. No, no se preocupe... si, señora, segura… cómo no. Hasta luego.

Diego: ¿Entendido?

Alejandra: Si, no hay problema.

Diego: ¿Segura? Mirá que si no se mancha el piso…

Alejandra: Andá tranquilo.


Me voy al trabajo y cuando vuelvo, el piso rechina de limpio, casi puedo verme reflejado en el parqué. Es evidente que la Glo-Cot o cualquiera de esas porquerías no hubieran logrado la mitad de lo que pudo la “Suiza”.
Suena el teléfono y es mamá de nuevo.

Mamá: ¿Te gustó como quedó el piso?

Diego: Si, ma. Perfecto, gracias.

Mamá: No sabés todo lo que tuvimos que laburar.

Diego: ¿Tuvimos?

Mamá: Si, no la iba a dejar sola.

Diego: Pero mamá… te dije que no vinieras.

Mamá: Si, si. Pero ¿sabés lo que pasa? La primera vez tiene que ver cómo se hace. Si no después te lo mancha y chau.

Diego: Mamá, no tiene sentido que hayas venido a romperte la espalda cuando yo le pago a esta chica para que venga.

Mamá: Bueno, ya está hecho. Te cambio de tema… Mirá… no es que te haya revisado, ni nada. Pero estaba buscando algodón y en tu botiquín encontré dos pastillas de Alplax. Hijo, no es bueno que tomes eso.

Diego: Mamá, no entiendo por qué revisás mis cosas.

Mamá: Yo no revisé, te juro que buscaba el algodón.

Diego: Vos no tenías nada que hacer ahí. Habíamos quedado que no ibas.

Mamá: Pero no fue a propósito, el Alplax es peligroso.

Diego: Mamá, yo sé lo qué es el Alplax. Y te aclaro dos cosas. Primero que me lo recomendó un médico porque estaba teniendo problemas para dormir. Segundo que por si no te diste cuenta había un recorte de solo dos pastillas y encima solo faltaba un cuarto.

Mamá: ¿Estás seguro que no estás tomando Alplax?

Diego: Si, estoy seguro.

Mamá: Mirá que hace mal, eh.

Diego: Mamá…


lunes, 3 de noviembre de 2008

Me cansé de verte cansado.



Mamá cree en todo. Por las dudas, nomás.
La ví leer el horóscopo, apoyar la sal sobre la mesa para no pasarla de mano en mano, besar la mezuzá cuando sale de casa, hacer un curso de reiki y otro de control mental.
También cree en Cormillot, se toca una teta cuando no quiere que pase algo malo, juega al burako con una manito brasilera escondida, me mandó más de mil veces a curar el mal de ojo y no cuenta las cosas para que no se quemen. Te tira el cuerito, te mira a los ojos cuando brinda, cree en las maldiciones de los powerpoints y judía como es, tiene una estampita de San Expedito en el local.
"Todo lo que no te mata, te fortalece", parece decir desde la explanada de su fortaleza a prueba de maleficios.
Y lo mejor es que está orgullosa. Porque está protegida contra todo tipo de maleficio, porque es una especie de anticristo de la mala suerte.
Yo, por el contrario, no creo en nada. Tengo un estilo más yanqui, si se quiere.
Los americanos tienen una vaca enfrente, pueden estar viéndola con sus propios ojos, pero si en los papeles dice que es hormiga, es hormiga.
Si la escalera está cerrada, yo la abro para pasar por debajo. Por eso, cuando quiero que las cosas salgan de una u otra forma, le pido a mamá que rece por mí.
Porque ese tipo de pelotudeces no son para un escéptico como yo.
Domingo a la tarde y suena el teléfono.

Mamá: Hola, Diegui.

Diego: Hola, ma.

Mamá: ¿Dormías?

Diego: No, estaba haciendo fiaca.

Mamá: ¿Fiaca? ¿Viste el día que hay?

Diego: Si, lo ví. Está lindo.

Mamá: ¿Y no pensás salir?

Diego: No, me voy a quedar descansando.

Mamá: ¿Descansando?

Diego: Si, descansando ¿Cuál es el problema?

Mamá: Sabés que me recomendaron una "bio-energista".

Diego: ¿Una qué?

Mamá: Una bio-energista. Trabaja con las energías. Tenía pensado llevarla a Lorena.

Diego: Mamá, son farsantes. Te sacan la plata. Te hacen creer que estás mejor, y por pura sugestión, te sentís mejor.

Mamá: ¿Sí? Cómo se nota que no entendés nada de esto. Raquel tiene una amiga, que tenía un cáncer muy avanzado. Yo no te puedo explicar cómo la estaba dejando la quimioterapia, terrible. Fue de esta mujer y después de la primera consulta le dijo "Vos te vas a curar" Mañana mismo hacete de vuelta los análisis. Cuando se los hizo, le dieron perfectos.

Diego: Pero eso no es una bio-energista, eso es Jesucristo.

Mamá: No seas boludo. A tu hermana le va a venir bárbaro, vas a ver.

Diego: Bueno, hagan lo que quieran.

Mamá: Lo que quiero es que vengas vos también.

Diego: ¿Por qué? ¿Yo que hice?

Mamá: No hiciste nada. Quiero que vengas porque siempre estás cansado.

Diego: ¿Cansado yo?

Mamá: Si ¿No me dijiste que te querías quedar a descansar en un domingo con tremendo sol?

Diego: Si, porque en la semana laburo hasta las once de la noche, hago deporte cuatro veces a la semana, y encima salgo más de dos o tres veces por semana. Me parece que si el domingo me quiero quedar a dormir un rato, me lo merezco.

Mamá: Bueno, como quieras. Pero sos vos el que siempre dice que está cansado.

Diego: No, lo que yo siempre digo es que USTEDES están siempre cansados.

Mamá: Yo tenía entendido otra cosa.

Diego: No, es lo que digo siempre. Comen temprano y se van a dormir temprano.

Mamá: ¿Entonces no estás cansado?

Diego: No.

Mamá: ¿Y entonces para qué te voy a llevar de una bio-energista?

Diego: Lo mismo me pregunto yo.

Mamá: Bueno, la llevo a tu hermana sola.

Diego: Dale.

Mamá: Pero un poco de Reiki te vendría genial.